El Monte Sinaí,
por sus connotaciones de gran valor histórico, jurídico y religioso, del que hoy
se alimentan dos tercios del conjunto de los seres humanos, tanto el pueblo
judío como el Cristianismo que, bajo las muy distintas denominaciones, está
extendido por todos los rincones de las
distintas naciones, con la particularidad de que sus fieles creyentes no se
rigen por determinadas fronteras, ya que conviven felices con todas las
culturas, conservando al mismo tiempo su solidaridad en la Fe y la unidad
ligada a un solo Jefe espiritual y a sus lícitos representantes, con una Doctrina unificada y escrita en el
único Evangelio, que actúa como código de conducta.
La Meca, que como una rama de
raíces mesopotámicas, y del que son descendientes directos de Ismael, el hijo de Abraham y de
sus relaciones sexuales con Agar, la criada de Sara, y por sugerencia de esta
con la idea de garantizar la descendencia a Abraham, adoptarlo como madre;
luego de tener a Isaac, obligó a su marido, Abraham, a expulsar a Agar, la que
caminó por el Desierto con su hijo Ismael, que es el padre del pueblo
Ismaelita, Musulmán o árabe.
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Aprovecho este Intermedio, para
relatar mi visita a una de las pirámides más famosas, bellas y visitadas de este
nuestro Planeta.
Durante mi estancia de misionero
en México, tuve la feliz oportunidad de visitar la pirámide de Teotihuacán, que
toma su nombre del lugar donde está ubicada; una bella altiplanicie entre los
valles de México, D.F. a cuyo estado pertenece y Puebla, en varias etnias
prosperaron unidas,
en el primer tercio (150-750) de
nuestra Era Cristiana.
Después de recorrer los 45
kilómetros que el poblado de Teotihuacán dista del D.F., sobre un desgastado
camión, así llaman en México a los antiguos autocares de línea, y bajé enfrente
mismo de la Pirámide del Sol; me dirigí a la escalinata que conduce a la cima;
siguiendo el ejemplo de otros visitantes, me tumbé en la plataforma que corona
el monumento arqueológico, dirigí la mirada al cielo, admiré la sublimidad de
su color azul turquesa, entre las nubes, y me quedé dormido.
Después de pasar un periodo de
eternidad, del que no fui consciente ni recuerdo, desperté y no reconocí a
turista alguno de los que habían subido conmigo.
Extendí mis ojos sobre el amplio
espacio y hasta el lejano horizonte, perdido sobre los bordes hundidos en los
valles que le sostienen; tuve la sensación de estar sentado en la nube, que en
ese momento se interponía entre la cumbre y la base del teocrático pedestal.
Permanecí sentado hasta que
deshizo la oportuna, divina, nubecilla, que me hizo tan inmerecido regalo
espiritual.
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