lunes, 11 de julio de 2016

Pirámides en la Tierra, 3. LGE. 436



El Monte Sinaí, por sus connotaciones de gran valor histórico, jurídico y religioso, del que hoy se alimentan dos tercios del conjunto de los seres humanos, tanto el pueblo judío como el Cristianismo que, bajo las muy distintas denominaciones, está extendido por todos los rincones de   las distintas naciones, con la particularidad de que sus fieles creyentes no se rigen por determinadas fronteras, ya que conviven felices con todas las culturas, conservando al mismo tiempo su solidaridad en la Fe y la unidad ligada a un solo Jefe espiritual y a sus lícitos representantes,  con una Doctrina unificada y escrita en el único Evangelio, que actúa como código de conducta.

La Meca, que como una rama de raíces mesopotámicas, y del que son descendientes   directos de Ismael, el hijo de Abraham y de sus relaciones sexuales con Agar, la criada de Sara, y por sugerencia de esta con la idea de garantizar la descendencia a Abraham, adoptarlo como madre; luego de tener a Isaac, obligó a su marido, Abraham, a expulsar a Agar, la que caminó por el Desierto con su hijo Ismael, que es el padre del pueblo Ismaelita, Musulmán o árabe.
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Aprovecho este Intermedio, para relatar mi visita a una de las pirámides más famosas, bellas y visitadas de este nuestro Planeta.

Durante mi estancia de misionero en México, tuve la feliz oportunidad de visitar la pirámide de Teotihuacán, que toma su nombre del lugar donde está ubicada; una bella altiplanicie entre los valles de México, D.F. a cuyo estado pertenece y Puebla, en varias etnias prosperaron unidas,
en el primer tercio (150-750) de nuestra Era Cristiana.

Después de recorrer los 45 kilómetros que el poblado de Teotihuacán dista del D.F., sobre un desgastado camión, así llaman en México a los antiguos autocares de línea, y bajé enfrente mismo de la Pirámide del Sol; me dirigí a la escalinata que conduce a la cima; siguiendo el ejemplo de otros visitantes, me tumbé en la plataforma que corona el monumento arqueológico, dirigí la mirada al cielo, admiré la sublimidad de su color azul turquesa, entre las nubes, y me quedé dormido.

Después de pasar un periodo de eternidad, del que no fui consciente ni recuerdo, desperté y no reconocí a turista alguno de los que habían subido conmigo.

Extendí mis ojos sobre el amplio espacio y hasta el lejano horizonte, perdido sobre los bordes hundidos en los valles que le sostienen; tuve la sensación de estar sentado en la nube, que en ese momento se interponía entre la cumbre y la base del teocrático pedestal.

Permanecí sentado hasta que deshizo la oportuna, divina, nubecilla, que me hizo tan inmerecido regalo espiritual.
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